La persistente brecha entre lo formal y lo informal en el ámbito rural revela una realidad que afecta a millones de familias en América Latina. Aunque tiende a pasarse por alto en las grandes ciudades, la informalidad laboral en el campo vulnera derechos básicos y limita el desarrollo local. Este artículo profundiza en cifras recientes, identifica causas estructurales, analiza sus impactos y propone estrategias prácticas para la formalización adaptadas a zonas rurales.
En el primer trimestre de 2025, el INEI reportó que la tasa de informalidad laboral en las áreas rurales de Perú supera el 94%. En Colombia, el DANE registró un 84,7% de empleo informal en centros poblados y rural disperso durante febrero-abril de 2025. A nivel regional, la OIT indica que la informalidad en zonas rurales alcanza un 76,5%, frente al 45,1% en áreas urbanas, es decir, es 1,5 veces mayor.
Estos datos evidencian un fenómeno extendido: en países como Guatemala, Paraguay, Ecuador y El Salvador, más del 80% de los trabajadores rurales se desempeñan sin contratos formales ni acceso a beneficios. En contraste, Chile y Uruguay mantienen tasas inferiores al 50% y al 30%, respectivamente, gracias a políticas específicas y sistemas de protección social más robustos.
El empleo rural informal se concentra en el sector agropecuario, donde el 85,7% de los trabajadores carece de cobertura social, frente al 65,8% en actividades no agrícolas. En Perú, de los 7,8 millones de ocupados informales, 5,3 millones trabajan en el campo y 2,3 millones realizan labores domésticas remuneradas.
La mayoría de estos trabajadores carece de acceso limitado a servicios básicos como seguridad social, salud y vivienda digna. Pese a que la tasa de desempleo rural es baja (1,5% en Perú), esta aparente estabilidad laboral oculta la precariedad de condiciones y la ausencia de redes de protección.
La elevada informalidad en el campo obedece a múltiples factores que se retroalimentan, perpetuando la pobreza rural y la exclusión social.
Estas causas estructurales limitan la adopción de tecnologías, el acceso a crédito y la formación profesional, generando un ciclo de baja productividad que descarta el ingreso a mercados formales y seguros.
La falta de formalización deja a los trabajadores rurales fuera de redes de pensiones y seguros de salud, agravando la vulnerabilidad ante enfermedades, accidentes y vejez. Este escenario alimenta niveles elevados de pobreza y exclusión, afectando con especial crudeza a mujeres y jóvenes, quienes enfrentan mayores barreras para la movilidad social.
En Honduras, Bolivia y Perú, la informalidad rural supera el 90%. En Guatemala, Paraguay, El Salvador, Ecuador y Colombia oscila entre el 80% y el 90%. En México, Panamá, Brasil y República Dominicana, los índices rondan el 60-70%. Costa Rica se mantiene cerca del 50% y los países con mejores indicadores, Chile y Uruguay, por debajo del 40%.
Los avances de Chile y Uruguay se explican por políticas integrales que combinan financiamiento accesible, seguros sociales rurales y apoyo técnico. Estas experiencias destacan la importancia de diseñar programas basados en enfoques diferenciados, considerando el tamaño de las explotaciones, la atomización laboral y la estacionalidad agrícola.
Para revertir la informalidad rural es necesario un conjunto de acciones coordinadas entre Estado, sociedad civil y sector privado.
Además, se requiere fortalecer sistemas estadísticos para monitorear la informalidad en el campo y evaluar el impacto de las políticas. La colaboración con organizaciones locales resulta clave para asegurar la pertinencia de las intervenciones y el empoderamiento de las comunidades.
La informalidad laboral en zonas rurales, que representa el 41% del empleo total, exige un giro estratégico hacia políticas inclusivas y adaptadas a las realidades del campo. Solo así será posible garantizar derechos básicos y oportunidades para millones de trabajadores, rompiendo el ciclo de pobreza y contribuyendo a un desarrollo más equitativo y sostenible en América Latina.
Referencias